Hace mucho, mucho tiempo, un lobo tuvo un sueño. Un bello sueño.
En sus sueños, el lobo corría libre por los bosques, cazando y viviendo en libertad. Y junto al lobo iba un águila que volaba muy alto en el cielo, radiante como el sol. El ave siempre le acompañaba, y el cánido siempre corría lo más veloz posible para nunca quedarse atrás.
En sus sueños, siempre estaban juntos.
Cada noche, el águila cubría al lobo con sus alas de manera protectora, dándole la paz que el lobo precisaba cuando se agotaba corriendo. Cada día, el lobo llevaba al águila en su lomo brindándole el apoyo que el águila necesitaba cuando se cansaba de volar.
Era su sueño, y era hermoso.
Los ojos color miel del lobo contemplaban con anhelo al águila cuando ésta reinaba majestuosa en el cielo. Los ojos verdes y pardos del águila miraban con anhelo al lobo cuando éste bailaba con su manada en los cánticos a la Diosa Luna.
Juntos, se ahogaban en la mirada del otro, oro contra esmeralda, pupilas de azabache, visión de depredador.
Juntos.
Pero la noche eterna no existe, y el alba cruel trajo consigo el despertar.
El despertar, la muerte de los sueños.
Y el lobo aulló a los cielos de la realidad la canción reservada al águila que sólo habitaba en sus sueños.
(Si el reino de los sueños muere con el alba, no quiero ver amanecer...)